Álvaro Serrano

La canción del tiempo

18/04/2012

Es madrugada en Madrid. Una taza de café bien cargado, aún caliente, descansa en la barra de un bar junto al cadáver de un cigarrillo nunca encendido cuando la campanilla de la puerta anuncia la salida de la joven pareja. Las manchas de café apenas han comenzado a secarse sobre el vestido blanco de ella, y los zapatos de él muestran signos evidentes de cansancio tras el maltrato recibido durante la noche. Su camisa desabotonada deja al descubierto la parte superior del pecho, donde el corazón se rebela contra las paredes que lo aprisionan y late con creciente fuerza, amenazando con abrirse paso. El absoluto silencio que reina en la noche tan sólo es interrumpido por el eco de sus pasos, tranquilos y acompasados, que se desplazan lentamente calle abajo. Entonces ocurre. El chico tiende su mano hacia la joven, manteniendo la palma hacia el cielo e inclinándose ligeramente. Ella, sin dudarlo, la toma y con la otra se retira el pelo de la cara mientras él la atrae hacia sí. El sudor aún perla su frente, pero a ella no le importa. No le hace retroceder. Allí, en medio de la calle y bajo la tímida luz que comienza a insinuarse en el horizonte, dos sonrisas y dos cuerpos comienzan a moverse despacio, muy despacio, como si fueran uno.

La música existe únicamente en sus cabezas. Notas que se suceden lenta pero inequívocamente en el silencio de la madrugada, sugiriendo caricias y guiños. Posibilidades. La melodía que mece los movimientos de los dos jóvenes aún no ha sido compuesta, y sin embargo eso no les impide encontrar la armonía en el cuerpo ajeno que por momentos se siente propio, la complicidad en medio del caos. Mientras, a su alrededor, el mundo sigue su curso, ignorando el milagro que en ese instante se produce en una calle perdida de la noche madrileña.

Hace trece mil millones de años toda la materia del Universo estaba contenida en un solo punto. Tiempo y espacio no existían, y nuestro diminuto planeta azul estaba lejos de haber sido imaginado por los dioses. En apenas un parpadeo, todo cambia, y el caprichoso evento que marca el inicio de nuestro viaje tiene lugar. Nuestras mentes más brillantes coinciden en que el Big Bang, pese a su nombre, no fue grande en absoluto: cómo serlo cuando las dimensiones no existen. Sin embargo, resulta sobrecogedor imaginar la magnitud de sus consecuencias. Millones de años después, en un gesto que desafía a la ciencia y a la lógica, la infinita serie de eventos que crearon nuestro mundo continúa en esa pequeña calle, donde las probabilidades cuánticas se desploman y culminan en los ojos oscuros de una muchacha nerviosa que no puede contener la sonrisa, absorta mientras baila abrazada al compás de una melodía imaginaria y se abandona al precioso momento que el azar y el Universo han creado para ella.

En esos ojos que lo miran con curiosidad, el chico se ve reflejado y, por primera vez, cree entender la razón de su existencia. Durante un breve instante, cuando la melodía insinúa una tregua, casi alcanza a descifrar el misterio oculto en la oscuridad de esas pupilas vivas y rápidas. La increíble sucesión de accidentes que le han llevado hasta allí, y el guiño que Universo le hace. El nerviosismo inicial deja paso a la tranquilidad, y cuando su mano se detiene en el cuello de ella, ya no piensa en lo que ocurre a su alrededor. En el instante que tardan sus labios en recorrer el escaso espacio que les separa de los de ella, centenares de estrellas se apagan en algún lugar, y muchas otras comienzan a brillar por primera vez, silenciando mundos enteros y viendo nacer otros nuevos. Tal es el ciclo de las cosas. Y cuando por fin se encuentran, cuando el milagro se vuelve real, los dos jóvenes se permiten olvidar por un momento todo lo que creían conocer, y nada más existe aparte de aquella calle donde el sol de la mañana aún tiene prohibida la entrada.

En apenas unos minutos la ciudad comenzará a despertar, como un gigante perezoso que bosteza y se estira deseando unos momentos más de descanso, sólo un rato más de silencio y tranquilidad. Una hora después el ruido y la frenética actividad de la realidad reclamarán de nuevo las calles, borrando de un plumazo el espejismo que envuelve a los muchachos y les convierte en el centro de todo lo que de verdad importa. Pero eso será más tarde. Ahora, aún en calma, la ciudad se torna el escenario de una victoria épica. Ahora, en ese instante que apura la noche hasta el final, dos jóvenes cometen la osadía de desafiar a las probabilidades, y se convierten en héroes mientras emprenden cogidos de la mano el camino de regreso a casa.

Somos fugaces. La vida del ser humano es sólo un parpadeo en un inmenso océano de tiempo, y los momentos que el Universo nos brinda son únicos e irrepetibles. Preciosos. Han costado demasiado, infinidad de accidentes, casualidades, tragedias y errores, como para desperdiciarlos. Como para simplemente dejarlos pasar.